Versión al español de Unpredictable Worlds de Carlos Orlando Castaño Franco
Una profesora controla a sus estudiantes con un microchip comestible. Una periodista se convierte en un rinoceronte. Los esfuerzos de una pareja por consumir comida local tienen resultados desastrosos. Si buscas sorprenderte, asombrarte, o simplemente entretenerte, toma este volumen. ¡Hay algo para todos!
Con más de veinte años en proceso, Mundos impredecibles contiene toda la ficción corta publicada y premiada de Jessica Knauss hasta marzo de 2015, y unos cuantos de sus mejores cuentos, nunca antes vistos en forma impresa ni en ebook. Tramas alocadas y personajes escandalosos desafiarán tu credulidad y tocarán tu corazón.
ADVERTENCIA: Estos cuentos contienen exageración, elisión, y desprecio hacia el “mundo real”. Algunos incluso tienen un tono descaradamente optimista. Si embargo, respetan los patrones del habla humana, admiran la buena gramática, y sienten la más alta estima por una correcta puntuación.
El libro con rinocerontes, matrimonios felices, mujeres que encuentran su esencia fuerte, y las miradas más raras al mundo del trabajo ya está disponible para disfrutar en el idioma que dio origen al realismo mágico. Estoy rebosante de orgullo al anunciar la llegada al mundo de la traducción de Unpredictable Worlds al español: Mundos impredecibles.
Encontré a un joven promesa de traductor, Carlos Orlando Castaño Franco, que tiene un don lingüístico genial y ha sabido transformar mis textos más extraños con un estilo ajustado a cada relato. He mirado personalmente la traducción de este colombiano para asegurar un español internacional pero no por ello falto de personalidad.
Estos relatos son un reglo ideal para el lector a la búsqueda de lo diferente e impredecible.
Reseñas
“Deliciosamente apartado de los caminos transitados… Un viaje de maravillas.” —Reader’s Favorite Review de 5 estrellas
“Si te importan los animales, debes leer este libro únicamente por las historias de rinocerontes… Por turnos, esta colección es graciosa, es conmovedora, da a pensar, induce a la ira y reafirma la fe en la humanidad. Es genial.” —Chris N. Ethier, The Fish Place
“Es una lectura que engancha, ágil y vibrante… Con finales impredecibles. Es sin duda una obra maestra.” —Reseña de 5 estrellas en Amazon
Dónde encontrarlo
Este libro no está disponible temporalmente mientras le busque una editorial española.
Amazon Kindle | Apple | Barnes and Noble | Chapters Indigo | Kobo | Mondadori | Scribd | Thalia | Vivlio |
Fragmentos
“Factores impredecibles de la obediencia humana”
Me dirigía a la cena de caridad porque, ya que trabajaba en la escuela, era gratis. Ese es el tipo de caridad que un profesor realmente necesita. Como muchos, no me hice profesora por el dinero. Pero tampoco lo hice porque me agradaran los niños. Tampoco creo que sean nuestro futuro (todo lo contrario).
La única razón por la que he tenido éxito como profesora es que mi ex prometido desarrolló un chip de computadora biológico y programable, y estuvo dispuesto a probarlo en humanos. No hice ninguna pregunta: no soy científica. Puse un único chip diminuto en cada galleta de la fortuna que repartí el primer día (asistencia completa, cero desconfianzas), supuestamente como predicción del año de clase. Aquellos cuyas lenguas tocaron la molécula exacta del chip mencionaron cierto sabor amargo, pero la mayoría de los treinta estudiantes de cuarto grado masticaron felizmente.
Los niños que no recibieron educación en cuanto a la obediencia tampoco recibieron desayuno ese día, por lo que no se iban a quejar cuando se les presentara comida alguna, mucho menos una inocente galleta de la fortuna.
Al día siguiente, les di espinacas (pulposas, apestosas, asquerosas) y les dije:
—Coman sus espinacas, niños —de la misma manera que mi madre me decía que comiera cosas asquerosas; esa manera que me ponía obstinadamente en contra de lo que fuera—.
A pesar de sus miradas de espanto, e incluso de terror, todos y cada uno de ellos tomaron el tenedor de plástico que se les había dado y se llevaron un bocado de la sustancia verde a sus bocas.
¡El chip había sido un rotundo éxito!
Pronto, las oficinas administrativas se vieron inundadas de llamadas y cartas agradeciendo y felicitando a la señorita Matheson (aún no me había casado) por los increíbles cambios en el comportamiento de mis estudiantes de cuarto. Ya que yo era principiante, mi profesora asistente llevaba muchos años en la escuela, y esparció por todas partes el rumor de que no había nada especial, ni siquiera muy bueno, en lo que estaba haciendo en el aula. Empecé a sentirme perseguida por los otros docentes, quienes querían averiguar por qué una profesora en su primer año era tan efectiva, y por qué mis estudiantes reaccionaban como lo hacían cuando se les preguntaba.
—Cody, a todos nos parece maravillosa la manera en la que ha mejorado tu concentración desde que estás en la clase de la señorita Matheson. ¿Puedes decirnos qué te gusta de la señorita Matheson?
Cody miró al suelo y respondió sinceramente:
—Nada.
Con el ceño fruncido, el preocupado consejero presionó:
—¿Qué es lo que más te gusta de la clase de la señorita Matheson?
—Nada.
No había manera de mejorar el proyecto. Los niños se hicieron perfectos, lo quisieran o no, y no se quejaban porque no se daban cuenta de lo que estaba pasando. El chip no podía ser encontrado por detectores de metal ni por ningún examen médico de rutina. Incluso si lo hubieran sabido, o si hubieran objetado, todo lo que yo habría tenido que hacer era ordenarles no quejarse ni decir nada. Es increíble cuán lejos un poco de obediencia puede llevarte.
Porque se los ordené, los niños se empezaron a tomar en serio sus tareas, y pronto pude presentarles material de quinto grado. Hice que los más brillantes usaran libros de lectura de sexto grado, bastante fáciles de obtener de los salones de sexto, a cambio de nuestros libros de cuarto, que era más o menos lo que esos niños podían asimilar.
En ese punto, los profesores acreditados y experimentados comenzaron a levantar sus manos en desesperación. La obediencia y la buena conducta ya eran un misterio suficiente en sí mismas, ¡pero leer más allá del nivel de su grado, y hacer experimentos de física en lugar de cientos de ejercicios de adición y sustracción! Empezaron a acercarse a mí, humildes y sometidos, ya sin hacer preguntas, solo suplicando.
Quería ayudarles. No era justo que solo treinta niños por año pudieran ser perfectos. Quería ofrecerme a visitar sus aulas, llevando sándwiches, pero necesitaba más biochips. Así que llamé a mi ex prometido, allá en Silicon Valley…
“Escaleras a la playa”
Josie hizo que construyeran el túnel de escaleras porque los niños estaban hartos de ver el mar desde el acantilado, sin manera fácil de llegar a la playa de abajo. Para la estruendosa aprobación de los niños, propuse un tobogán, para que pudieran deslizarse hasta la suave orilla y liberar toda su energía nadando, construyendo castillos de arena e intentando correr en la superficie sin tracción de la arena. Luego tendrían que caminar casi dos kilómetros rodeando el acantilado para regresar a casa, y no tendría que escuchar ni un ruido de su parte durante el resto del día, estaba segura. Podría practicar con la viola, o ver películas no aptas para niños cuando quisiera.
Pero Josie insistió en las escaleras para evitar largos intervalos de tiempo en los que sus adoptados dependientes estuvieran fuera de vista. Inicialmente, funcionó bastante bien. A los diez niños les encantaba excursionar camino abajo por el túnel para ser recibidos por su propio pedacito privado de océano, y para cuando ascendían penosamente por cientos de escalones, toda la arena había caído ya de sus cuerpos, por lo que Roxanne no tenía que hacer mucha limpieza en el vestíbulo. Pero una vez que habían tonificado sus piernas y ejercitado sus pulmones, subían corriendo tan vertiginosamente la escalera, que la arena no tenía tiempo de secarse, ya no digamos de caer de su piel pegajosa y su cabello empapado.
—No puedo seguir así —me dijo Roxanne—. Tan pronto termino de limpiar la arena, llega otro montón de niños y vuelve a llenar el vestíbulo.
La mirada en su rostro me hizo recordar a Sísifo, mirando hacia arriba desde la parte inferior de la montaña…